Por Leticia Iparrea Cervantes
-¡Kwira, kwira soy el padre Enrique!
Expresión que me estremeció al escucharla en la oscuridad de la sierra. Justo unos segundos antes, había visto una ráfaga de luz entre los pinos de la noche, como un destello de una lámpara de mano. El padre volvió insistir con fuerte voz:
-¡Kwira kwira vamos a la fiesta de Marcelino, ¿hay alguien por ahí?
Volvimos a ver la luz en una segunda ocasión, pero ésta se desvaneció en la oscuridad de la sierra y jamás volvió. Cansados nos sentamos en unas rocas arriba de la barranca deliberando si continuábamos o no nuestro camino ya que habíamos salido de Samachique alrededor de las dos de la tarde y ya había caído la noche sin llegar aún a nuestro destino. La lluvia fue nuestra acompañante casi por más de cuatro horas, y aunque llevábamos impermeables no logramos que parte de nuestros pantalones y zapatos no se empaparan.
Me integré al equipo de los jesuitas de la parroquia de San Miguel de Guaguachique en la Sierra Tarahumara como voluntaria, justo cuando se iniciaba el ciclo 2014-2019. Previo a esta planeación, se realizó un extenso análisis de la realidad, logrando sacar 5 líneas de acción con las que se trabajaría en ese período. La primera línea de acción habla sobre una Propuesta pastoral de Evangelización que busca fortalecer los elementos espirituales de cada cultura; formular e implementar un proceso de evangelización que nazca del encuentro fe y cultura. Por ello, entre otras cosas, buscamos darnos tiempo para acompañar a las comunidades en los trabajos comunitarios como la siembra, deshierbar, pizcar, desgranar, estar en las curaciones de sus animales y la tierra, etc. Impulsamos los trabajos y faenas que tradicionalmente promovían la solidaridad, permanencia y la convivencia comunitaria. Además, seguimos trabajando con los mitos y símbolos de las fiestas rarámuri, para que se les de la importancia, impulso y respeto que se merecen.
Y ese era precisamente el objetivo de nuestro recorrido: llegar a la fiesta de San Juan Bautista de la comunidad de Wá’arabo, una comunidad muy retirada de la parroquia donde sus fiestas y tradiciones se viven intensamente. Después de un largo recorrido hubo un momento en que deseaba regresarme ya que la noche nos había alcanzado y el destino era incierto, a lo que el Padre Enrique me contestó: “Si somos un equipo el equipo tiene que estar de acuerdo para avanzar, yo quisiera continuar –expresó- y tú quieres regresar, entonces me uno a tu petición para que el equipo se armonice”. Hubo un momento de silencio, y luego respondí habiendo hecho unas reflexiones: “Sigamos pues hacia adelante Enrique, tomemos el camino que cruza con la vereda, seguramente hemos de estar cerca”. Y en realidad lo estábamos. Pocos minutos después, para nuestra sorpresa, encontramos una trinchera, signo inequívoco de que habíamos llegado a una comunidad. Ya pasaban las 11:00 de la noche y nuestros rostros se iluminaron al escuchar a lo lejos los gritos de los chapeyocos. Cabe mencionar que los chapeyocos son parte importante de la fiesta, ya que con sus gritos acompañan y organizan la danza de los matachines –uno de los bailes ancestrales que aún se conservan en estas comunidades rarámuri-.
Nos acercábamos para preguntar si sabían dónde quedaba la comunidad de Wa’árabo, cuando vimos a lo lejos que una persona mayor y corpulenta intentaba darse prisa para encontrarnos, la silueta se tornó conocida, era el ¡Owirúame! (curandero de la comunidad). En cuanto nos alcanzó -analógicamente me situé en la escena del hijo pródigo- se abalanzó a abrazar al Padre Enrique, lo besó y al levantarlo le dijo emocionado con lágrimas en los ojos: “Pensé que ya no iban a venir”. Después de unos minutos, Enrique me sonrió y me dijo: “Te toca Lety”, y se repitió la misma escena. La emoción de los tres fue indescriptible: ¡Marcelino, el amigo rarámuri a quien le tenemos un gran cariño y respeto, él era quien nos había invitado y justo estábamos en Wa’árabo!
Participamos en la fiesta danzando acompañados de la guitarra y el violín, ya que la danza es para que el de abajo (el diablo o “re’ré betéame”) no moleste. También se baila para agradecer bendiciones y para evitar las enfermedades, el sufrimiento y la tragedia. A través de sus danzas se ponen en comunicación con Dios. Comimos tónari y tomamos tesgüino. Los rarámuri agradecen a Onorúame (Dios) por la vaca, que servirá para preparar el tónari, comida hecha de cocido de res sin sal que preparan únicamente para fiestas religiosas. La tradición no es cocer la carne y ya, sino cocerla para que la comunidad se reúna. Todo tiene un sentido religioso y comunitario. El tesgüino es la bebida tradicional que congrega a la comunidad y es ofrecida a Onorúame para que Él la pruebe primero y para agradecerle por los elementos de lo cual está hecha: piden por el agua y el maíz para que nunca falte; además sirve para curar la tierra, animales y a las personas, es todo un símbolo religioso.
Retomo las palabras de uno de los misioneros que ha pasado por estas tierras: “la Sierra Tarahumara te atrapa o te vomita”, a mí ¡me ha atrapado! El trabajo en la sierra es impresionante, me siento muy afortunada al colaborar con los jesuitas de esta parroquia, con voluntarios y voluntarias, ya que es un equipo que trabaja desde una evangelización estratégica, precisa e integral, además de ser un equipo unido. Me siento agradecida también con el pueblo rarámuri y mestizo de la Sierra por su apertura, cariño y enseñanza. Y sobre todo agradecida ¡con quien sé me ama! que es Dios, cada amanecer me recuerda y recrea su presencia, como aquel día después de la fiesta de san Juan Bautista cuando el sol absorbía el rocío de las milpas al filo del barranco de mi querido Wa’árabo.
wow! que increíble momento y que hermosa experiencia; muchas bendiciones para todo el equipo misionero de la Sierra Tarahumara.